Relatos De Un Viandante Sobre El Megaplantón
La incredulidad recorrió los rostros de los hombres con el sol negriamarillo como estandarte. El entusiasmo en millones de ojos atentos devino en cansancio adelantado. Por sorpresa se escuchaba una frase imponente, imperativa, imposible de contradecir. El “sí” que emergió de la masa de gargantas fue automático, más por inercia que como un acto reflexivo. Y en ese momento, el Paseo de la Reforma –ese paseo que permitía a Maximiliano y Carlota, y luego a Don Porfirio, disfrutar su traslado del Alcázar de Chapultepec al Palacio Nacional–, previamente vaciado de autos y de personas, fue invadido por lonas inmensas y desproporcionadas –al menos que sus posibles ocupantes fuesen gigantes o cíclopes– ; cuerdas atadas fuertemente a coladeras, postes y todo aquello que sirviese suficientemente como soporte estable, y gruesos tubos metálicos, penetraron en su asfalto.
El levantamiento inició en la fuente de petróleos y avanzó los muchos kilómetros que conducen hasta el corazón de México, la plaza de todas las culturas que es el Zócalo. Los corazones, excitados, palpitaban. Los rostros asustados, temerosos ante la magnitud de la empresa. Los más, si no en desacuerdo, sí inquietos y poco convencidos. El magno “sí” se gritó como cualquier otra consigna. Pero implicaba un acto inédito en la historia del país: el campamento de protesta política más numeroso, extenso y riesgoso de la historia. Tomar la calle era tomar la historia, y apoderarse para sí del simbólico mito detrás de cada nomenclatura vial: la Reforma, los presidentes Juárez y Madero, y la Constitución. Si reunir más de dos millones de personas para manifestarse públicamente contra los sospechosos resultados de una elección era ya un hecho inédito, lo otro, la instalación permanente de un plantón de protesta a lo largo de 15 kilómetros, era casi un imposible.
En el punto climático de su discurso masivo, Andrés Manuel López Obrador lanzó una pregunta simple, sencilla, pero dura y ardua, con el peso de la historia encima: “¿Nos quedamos?”.
Un anciano, adormecido por los años, el calor, el gentío y el esfuerzo, apenas alcanzó a escuchar la propuesta pero, entre el mar de miedo, incredulidad y pasmo, dijo con simpleza: “Pues nomás tráiganos las cobijas pa’ acomodarse en la noche”. Miles más, muy pronto, tomarían la misma ruta.
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Bulevar de los deseos truncos de una sociedad imposible de delimitar o de definir, el Paseo de la Reforma bien podría confundirse con el de los Recoletos de un Madrid tan similar a la urbe mexicana pero tan inimitable, tan lejano. Su amplio andador sustituyó a Bucareli como sede del paseo dominical en carrozas de las familias pudientes en el porfiriato. Y sus grupos escultóricos no son la Cibeles, el Neptuno ni la Puerta de Alcalá, sino un conglomerado de nombres, gestas y mitos tan numeroso, que algunos de sus bronces han caído en el anonimato –los conteos institucionales hablan de 77 personajes. Una diosa alada de la Victoria para conmemorar a los independentistas descabezados en la guerra contra el orden virreinal se halla al lado de una palmera gigante; también caben protagonistas antagónicos de la historia como Cuauhtémoc y Colón; y también se miran lo mismo las sensuales nalgas de una Diana cazadora mexicanizada y mestiza que un abstracto caballo de aburrida geometría amarilla frente al rascacielos senatorial que la voz popular bautizó como el monumento al plátano pelado. Escenario para cien hoteles, doscientos restoranes, decenas de corporativos empresariales, algunas embajadas, la Bolsa de Valores, un par de moles erigidas que albergan los periódicos “grandes y de la vida nacional”, cines de múltiplex y claro, tragafuegos, limpiaparabrisas, voceadores, floristas, neveros y paleteros, y un sinfín de pequeños sobrevivientes que hallan el sustento entre los miles de automóviles y autobuses que transitan a diario por sus dos sentidos. Lo mismo con las esculturas que con sus habitantes y paseantes se refleja a este país caótico, numeroso y riquísimo, indefinible, por tanto.
Ah, y el constante movimiento. Movimiento paralizado abruptamente por las lonas gigantescas y los tubos enterrados en el pavimento. De súbito, el paseo ordenado por Maximiliano para su comodidad y placer, paró. Vuelto andador, reivindicó a la fuerza el placer de las caminatas al aire libre.
Incluso, nos arrancó una pregunta: “¿Cuándo decidimos que las vías debían tener preponderancia para los autos y no para el andante?
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Alguna mesa de plástico blanco, un par de bancos de madera, un bonche de carteles y de calcomanías, alguna cobija, carros con banderitas y pegotes negriamarillos, garrafones de agua sin abrir, una radio de baterías, un termo con café, otra cobija y la labor silenciosa, presurosa, machacona, prolongada del ejército de trabajadores puesto en marcha apenas se escuchó el sí marcado por la masa y la inercia y la rabia y la incredulidad. El eco aún no salía de las mentes de dos millones y tantos de ciudadanos: “¿Nos quedamos?”. Y ya algunos pocos, aislados, nerviosos, comenzaban a ocupar la calle, la lona, su pedazo de asfalto en este curioso reparto urbano, en estos ejidos de protesta que cancelan los altivos paseos en carroza por el Paseo. Que dejan intuir una lucha renovada, revivida, insólita, entre neoconservadores y neoliberales –sí, uso el término para contradecir su actual significado– en Reforma. Como si siete décadas de gobierno revolucionario e institucional, como si tres décadas de general don Porfirio y diecisiete años de Benito Juárez y República Restaurada se hubiesen olvidado. De nuevo las viejas rencillas, actualizadas. Otra vez vimos un país cortado que siempre lo estuvo, aunque de manera invisibilizada por la aplastante maquinaria del poder posrevolucinario.
La solitaria y fresca tarde de domingo ve el gradual poblamiento del campamento más grande de la historia para la megaurbe más estrafalaria y (casi la más) poblada del mundo.
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Campeaba la incredulidad. ¿Una sociedad inmersa en el círculo vicioso del consumismo, del hedonismo autocomplaciente, de los medios interesados en el “entertainment” a la gringa (cine, programas, deportes, videojuegos, música para la evasión, no para la recreación y menos para la reflexión) podría mudarse a la calle, a los campamentos, a lo que se denominó “resistencia civil pacífica”? ¿Dejar la televisión, el horno de microondas, el refrigerador, la comida rápida y el teléfono para protestar? ¿No era ya suficientemente enfadoso caminar los domingos bajo el rayo del sol veraniego para escuchar al líder y gritar consignas? ¿Qué se hace en un campamento de resistencia? ¿Sentarse en una silla hasta que se resuelva la petición o la policía desaloje? ¿Preparar café y comida para miles? ¿Escuchar largos discursos revolucionarios? ¿Hallar los viejos libros y discos combativos? ¿Agitar banderas y gritar consignas? ¿Dormitar?
La gente, la gente es sorprendente. No sólo acudió al llamado y mudó su vivienda a la zona más cara del país –me refiero banquetas adentro, no calle afuera–, no sólo ocupó sino que se apropió del espacio tomado. Y de qué manera.
El ataque mediático fue inmisericorde. Les llamó violentos, renegados, inconformes, anacrónicos, fervientes creyentes en el populismo, estorbos, sucios, nacos, invasores, ilegales, pobretones, desheredados... y ellos respondieron montando una ciudad cultural, un pintoresco carnaval donde confluyeron las expresiones populares de una masa que se descubrió con voz, con una raíz ancestral, con una forma peculiar de existir.
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¿Qué puede esperarse hallar en una calle tomada? La imaginación puede tomar curiosos vericuetos y prever barricadas, piedras arrancadas del asfalto, hogueras, autos incendiados, comercios tomados. Porque cerrar al tránsito vehicular la avenida más emblemática de la Ciudad de México, corazón además de un país centralista, es un acto ciertamente violento, pues entraña cancelar el uso social para el que fue construido: el libre tránsito de vehículos. Se esperarían los gritos e insultos, los dimes y diretes entre los plantonistas y el infinito e incontrolable tráfico vehicular que cotidianamente emplea esa ruta, la presencia ominosa de la policía estatal para controlar y en su caso desalojar. En fin, el caos, el choque.
Todo, cualquier cosa, menos un carnaval cultural.
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La batalla más encarnizada que han enfrentado los miles de ciudadanos plantados en el Paseo de la Reforma, Madero y el Zócalo, desde el 30 de julio pasado, ha ocurrido en el tablero de ajedrez. Claro que se mantienen en la calle como vía de resistencia pacífica para protestar por la forma en que ocurrió la elección presidencial, pero el deporte-ciencia es su principal afición.
La estrategia y el oficio requeridos para mover torres y reinas, caballos y peones, alfiles y reyes se ejerce a diario en los varios kilómetros de la avenida más emblemática de la capital mexicana. Prácticamente en todos los campamentos es posible encontrar al menos un par de jugadores concentrados en derrotarse mutuamente. Los menos jugando dominó y baraja. Pero también hay libros. Y periódicos murales. Y dibujos . Y carteles. Y frases manuscritas. Y mojigangas. Y música. Y baile.
Justo en eso, en el carácter pacífico y sobre todo cultural de la Asamblea Permanente, como la nombran sus integrantes o del secuestro de la ciudad de México como los medios masivos insisten en calificarla, radica la gran sorpresa. En redescubrir a la sociedad solidaria y auto organizada, comunitaria. ¿Alguien recuerda el terremoto de 1985?, ¿el no a la guerra en 1994?, ¿la resistencia contra el fraude electoral en 1998? Ciertas similitudes las acercan, el sentido comunitario se adivina.
Debajo de las lonas gigantescas, interminables, amarillas; de los kilómetros de mantas, carteles y periódicos murales, ha surgido un ambiente carnavalesco, festivo, que en medio de la tensión, de la rabia sorda que se adivinan en la sociedad mexicana inconforme, ha transformado la protesta y la ha vuelto sinónimo de expresión individual, de toma de conciencia histórica, de visibilización de la cultura popular mexicana.
No podría entenderse pues, de otra forma, que durante las noches, la música vague, sigilosa, de un campamento a otro. Que la melancólica alegría del son jarocho, encarnada en una treintena de jaraneros, acuda religiosamente a visitar a los plantonistas y ofrezca largas sesiones de fiesta con los zapateos, las arpas, las jaranas y los requintos tradicionales del sur de Veracruz. La brigada de voluntarios, autogestiva y sin dirigentes, surgida casi por generación espontánea desde que se reunieron en la gran marcha que provocó el plantón, no ha faltado un sólo día con su regalo sonoro. Se le conoce, simplemente, como Fandango por la democracia.
Y así como ellos, cientos de cantautores se lanzan a los múltiples foros de los campamentos para ofrecer música y no sólo inconformarse mediante piezas oratorias. Y dada la calidad de andador forzado en que Reforma se ha tornado, ha devenido en foro repentino, fugaz, para declamadores, cuenta cuentos, saxofonistas, violinistas, percusiones africanas y brasileñas, tenores, bandas de viento. Sonidos distantes del mitin y la consigna. Y de la supuesta –y mediática– violencia de los renegados.
Pero el centro indudable de este fervor artístico y político es el escenario permanente de la plancha del Zócalo. La plataforma diaria para los discursos de Andrés Manuel López Obrador y sus compañeros políticos, sirve también para otro tipo de rituales. A diario su escenario alberga cientos de artistas: ensambles de cuerdas, de percusiones, de vientos, grupos huastecos, soneros michoacanos de tierra caliente, bandas de rock, ska y reggae, cantantes de ópera, coros y cientos de solistas que lo han reclamado para sí y para el público de plantonistas de todos los estados y seguidores que han tomado primera plancha de concreto de la República.
Baste citar que ahí Eugenia León volvió sello del movimiento de resistencia civil su magnífica interpretación a capella de “La paloma” con paráfrasis en la letra a favor de la lucha juarista –y una reciente adaptación obradorista. Desde entonces, la grabación de la pieza suena incesantemente en cientos de reproductores por todo el plantón, lo mismo que la balada “Color esperanza” del cantautor argentino Diego Torres –quien se queja, por cierto, del uso político que se ha dado a la misma– y se han revivido temas de protesta latinoamericanos aparentemente anacrónicos y olvidados que retomaron vigencia: Quilapayún, Amparo Ochoa, Gabino Palomares –quien coordina varias actividades artísticas del plantón–, Los de Palancahuina Carlos Puebla y la nueva trova cubana, entre tantos otros.
¿Cuántas canciones se habrán compuesto en torno al liderazgo de Andrés Manuel López Obrador? Hay centenares de décimas espinelas con la exigencia del recuento y en contra del fraude, cientos de canciones a ritmo de banda norteña, polca, corridos de Zacatecas, chilenas de Guerrero, cumbias, un merengue y un reggaetón del Pejelagarto. Curiosamente, un líder tan denostado y criticado, ha provocado un alud de composiciones y adaptaciones provenientes de todo el país. Se ha ganado el corazón de la música popular.
Un movimiento político que canta, que suena, tiene que bailar. Y es lo que se hace en los campamentos de Iztapalapa y de Iztacalco, donde permanentemente un sonidero programa cumbias, salsa, son cubano y hasta reggaetón en un par de pistas cerca del Hemiciclo a Juárez –junto al trío de criticadas canchas de futbol rápido siempre ocupadas–, lo que generó la idea del concurso “Bailando por un fraude” que Jesusa Rodríguez organizó en el Zócalo.
Por cierto, que junto a la teatrera –maestra e ceremonias y promotora cultural del plantón–, aparecen actores, escritores y cantantes profesionales que apoyan el movimiento de resistencia: Ofelia Medina, Daniel Giménez Cacho, Isela Vega, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Dolores Heredia, Héctor Bonilla, Regina Orozco y hasta Jorge Arvizu “el Tata” que de oficioso vocero foxista en la serie cómica El privilegio de mandar ahora acabó pejista, tras grabar algunas breves parodias distribuidas masiva y gratuitamente, la más famosa de ellas resulta elocuente: “¡Hay tamales calientitos!, ¡tamales Hildebrando!”
Y qué decir de las pantallas. Los televisores se multiplican y erigen como mini salas audiovisuales con algunos pocos asientos para el paseante. Además de los cuatro documentales de Luis Mandoki de rigor (¿Quién es el señor López?) y de algunos otros como los del Canal 6 de julio (El fraude según Fox, Halcones, terrorismo de Estado, Cerco en Atenco ) o sobre las represiones estudiantiles (El Grito), se proyectan películas: Voces inocentes, El rey Arturo, Canoa, Rojo Amanecer, de manera gratuita y en franca oposición al cine establecido de múltiplex, altos precios y público focalizado. La pantalla gratuita, reflexiva, para todos, pues sólo cuestan las palomitas.
Y en toda esa amalgama festiva, carnavalesca que subvierte el orden y permite todo exceso a través del humor y la fiesta, encontramos una feria con un carrusel para niños que “defienden a AMLO”; tiros al blanco con Foxestein y King FeCal como monstruos que arrojan agua; carritos en riel; talleres de pintura y manualidades.
Algo se ha despertado en estas protestas sociales. Y eso no tiene que ver con las ambiciones políticas ni con los fraudes electorales. El pueblo tomó la calle y no saqueo comercios ni quemó autos o apedreó edificios. Dejó salir esa vena profunda, esa raíz histórica del arte y la cultura popular. Cantó, dibujó, trazó poemas.
¿Existe una forma más civilizada de manifestar el desacuerdo? ---------------------------------------------------
Eran los mismos autómatas grotescos. Un monstruo de Frankenstein con saco vetusto y polvoso, tornillos en el cuello y manos verdes con uñas blancas; el otro, un King-Kong con negra pelambrera de peluche, colmillos blancos y ojos de canica negra. Como columnas de un templo, un irreverente templo a la picardía popular y a la rabia social. Ambos arrojando agua desde su vejiga artificial a todo transeúnte en sus cercanías cuando cualquier acertaba en el tiro al blanco que los activa. Como en todas las ferias pueblerinas y de barriada, con sus blancos metálicos de patos, águilas y otras figuras, con sus conjuntos musicales de títeres animados mecánicamente moviéndose al ritmo de alguna melodía. Pero con una diferencia: el local posee carteles exigiendo el recuento total de votos. Y los monstruos tienen máscaras de látex de Vicente Fox y de Felipe Calderón, respectivamente.
Sobre la avenida Juárez, muy cerca del Palacio de Bellas Artes, se instaló una feria del voto. En ella no están los Casillas jugando a la Lotería como en los anuncios del IFE, ni Rosita la del mole, está el campamento de la delegación Benito Juárez donde una asociación de juegos mecánicos y ferias instaló sus aparatos: carruseles donde dan vuelta junto con los niños, carteles con la imagen de Luis Carlos Ugalde que reclaman el robo electoral; una pequeña rueda de la fortuna en que circulan los carteles de “No al pinche fraude” con una imagen en alto contraste de un prohibido Felipe Calderón cruzado por una barra roja; troncomóviles en un riel, canoas con mascarones de dragón y claro, un carrusel donde un letrero advierte: “Los niños estamos con AMLO”.
La cultura carnavalesca, el realismo grotesco descrito por Michael Bajtin aquí cobra sentido. En la Europa medieval las diversas carnestolendas llegaban a prolongarse casi la mitad del año y en ellas se subvertía el orden social en las plazas públicas, el poderoso se mezclaba con el pueblo y el rey feo podía ser aclamado y obedecido y los frailes escribían la Liturgia de los bebedores o La Biblia invertida como en la Cena de Cipriano y se hallaban formas rituales como los bailes populares, obras cómicas de bufones y clowns, y el vocabulario popular en pleno apogeo.
En este plantón en que la rabia social se transformó en fiesta, el bloqueo vehicular en andador forzoso, en galería infinita de obras de arte y fotografías –a lo largo de la Alameda–, cientos de miles de mensajes manuscritos de repudio, dibujos grotescos del humor al exceso e incluso, un personaje pintoresco que recupera la cultura de la carpa y el burlesque: Yermo (Guillermo Higuera) quien entre albures, groserías e insultos divierte a los plantonistas con acerbas críticas a los autos (“¿para qué chingaos quieren que se quite el plantón, para que con sus pinches carros puedan hacer solitos los embotellamientos de siempre?), al poder mismo (“es que se siente re gacho que nos insulten, que le digan Carlos Salinas es peor que le mienten la mamacita a uno”) e incluso autocríticas al perredismo en persona (“ya me voy a dar función al campamento de Dolores Padierna... híjole, es la esposa del tal Bejarano, ¿verdad?, mejor no voy, qué tal si me roban la coperacha que ustedes ya me dieron... ya ven, nomás cría fama”).
Esa libertad irrestricta, para hablar mal hasta de uno mismo, para criticar sin tapujos lo que está mal incluso de la propia casa, también es característica de esta ciudad erigida sobre el asfalto, las blancas líneas de los carriles y debajo de semáforos y postes de luz y teléfono.
Se respira cierto tipo de libertad. Libertad pública. Libertad cobijada en la seguridad comunitaria. Libertad carnavalesca. Se respira, además, menos smog.
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Un hombre espera entumido con una jarana en el regazo. Su soledad es el frío y lo oscuro de la plazoleta que guardan los leones broncíneos en la entrada al bosque de Chapultepec. Otea las avenidas a la espera de un rebozo, un paliacate, de otro sombrero ranchero como el suyo, abandonado en la banqueta, a su lado.
Mientras pone en tono el instrumento con un afinador electrónico –paradójica reunión de la tradición centenaria con la comodidad del transistor– arriban un par de amigos fumando un cigarro. Y mientras recuerdan viejos versos de sones casi olvidados para los mexicanos, llega el resto. Silenciosos, discretos, expectantes.
Es esa una brigada fantasmal, nocturna, que existe para muchos sólo en los rumores. Aparecen por aquí, por allá, casi al azar. Cinco, diez, treinta, nunca los mismos. Cargan una pequeña tarima fácil de cargar. Tienen instrumentos extraños, alargados, finos. Jaranas de todos los tamaños con requintos y bajos, panderos y quijadas de burro, un acordeón, vaya, y los tacones, los tacones para zapatear. Los vampiros jarochos han deambulado por todo el plantón desde los millones respondieron el temerario sí a esa pregunta simple. “Nos quedamos”.
Desde entonces son diarios, entercados, asiduos, incansables visitantes de los campamentos. Cada noche un plantón distinto. Las 16 delegaciones. Los 32 estados. Personas de las más diversas estirpes: obreros, estudiantes, amas de casa, burócratas gubernamentales, abogados, campesinos. A todos les entregan su versada, su ritmo, su son jarocho. No tienen líderes visibles sino organizadores. Pero acordaron un nombre para su movimiento: el fandango por la democracia.
Y esos ojos cansados tras un mes pernoctando en la calle, alimentándose en las cocinas colectivas, ocupados en la resistencia pacífica, se alegran. Hay extrañeza, pero pronto también alguna risa. El “Siquisirí” rompe el silencio de la noche, la tranquilidad bajo las lonas. Y desde lejos se alcanzan a distinguir los primeros, rítmicos, zapateos.
Hay nombres conocidos, se distingue Joel González, arpista, leonero y ex integrante de Los Cojolites. También la maestría en los pasos de Rubí Oseguera, quizás la más famosa entre las bailadoras. Y la arpista Adriana Cao Romero, siempre sonriente, siempre con voz suave, bella. Ambas llegaron a coincidir en Chuchumbé. Y Luis Miguel Cruz Lara, el líder del grupo La Zafra, de Tlacotalpan pero afincados en Azcapotzalco, igual que sus talleres gratuitos. Tacho y Wendy Utrera, desde Jalapa, con toda la carga de esa familia profundamente fandanguera de El Hato. Ulises y otros ex integrantes de Zacamandú. Y don Luis Chávez, viejo y profundo conocedor del son jarocho. Y Ricardo Martínez Atala, el decimero que dice sus versos grillos y carga con orgullo su jarana charolera “de marisquería” , auto encargado de dar los discursos de lucha social. Y decenas más, siempre mezclados, siempre indiferenciados, siempre donando el son, sin reclamar mérito personal para ninguno. Comunitarios, pues, como en las rancherías donde aprendieron las artes del fandango.
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Toda la carga social. Ese alud de expresiones populares. Los cientos de miles de hojas sueltas con mensajes de apoyo. Los discursos espontáneos de los manifestantes que de pronto se hallaron ante un micrófono. Los innumerables cartones que, despiadados, critican al poder y a la elección presidencial. La banda de viento campechana que hizo bailar a más de cincuenta. La de tierra caliente. La jaula sobre el auto que en su interior encierra al hombre con máscara de Ugalde. El zanquero con máscara de Fox que manipulaba con un comando al pequeño títere con máscara de calderón. El caballo de Troya armado con huacales. Los inmensos, coloridos toros de cartonería provenientes de Tultepec. El vistoso luchador amarillo-negro con dos letras sobre su escudo en el pecho: PG. Los miles de niños –y adultos– cargando su muñeco de vinil de traje negro, banda tricolor al torso y gallito en el cabello cano. Los que ofrecen escapularios, plumas, fotos, camisetas, tazas, vasos tequileros, pulseritas y demás bisutería con emblemas del movimiento. Los letristas de todos los corridos. Las fotografías reunidas por Isaac Mazri. Los cientos que ondeaban una vistosa bandera tricolor. El primero que gritó la frase “Voto por voto, casilla por casilla”. Los vendedores de elotes y jicaletas. El que acuñó la moneda conmemorativa de la resistencia civil. Los millones que han sido movilizados.
¿Serán un peso, un alivio, un apoyo? Es difícil decirlo. Lo cierto es que Andrés Manuel López Obrador, candidato perredista, líder del movimiento, lleva consigo una larga cauda social, un grito popular, un colorido carnaval que en su expresión artística lleva la protesta política. Como uno más de los habitantes de esa urbe erigida sobre el asfalto, reflejo del imaginario de esa sociedad que persiste en hallarse a sí misma.
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Al retornar a la vida cotidiana, ¿podrá mantenerse ese ánimo festivo, artístico, expresivo, cuando esa multitud rabiosa, dolida, derrotada por una sospechosa legalidad estatal, regrese a casa?
Lo que sigue es impredecible, pero se presiente la oposición seca. La cultura y el arte, me temo, habrán quedado como el jubiloso remedo de una lucha que se antojaba un sueño. Un sueño de los justos.
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Pero no hubo rabia, sino alegría. El último SÍ fue gritado con una sonrisa gozosa en los labios. Con las comisuras estiradas al máximo. Con los puños –o las V de la victoria o el pulgar en ristre– en alto como en todo triunfo. El último SÍ con el Zócalo rebosante, repleto de una muchedumbre que debe contarse, de nuevo y como de costumbre, por millones y no por miles ni por cientos. Como si la derrota entrañara una fiesta. Con el entusiasmo y la alegría por un patriotismo que se creía extinto, abandonado en el archivo muerto de la historia.
Ninguna derrota es gloriosa, acaso será épica. Pero el último SÍ, el que declaró a Andrés Manuel López Obrador Presidente Legítimo de México contenía el sabor de las gestas gloriosas. La derrota en un turbio proceso electoral se transmutó en la erección de un gobierno paralelo, en una trashumancia sexenal que intentará emular la república juarista ambulante, con camionetas corriendo a exceso de velocidad por las carreteras en lugar de carreta y sin persecutores franceses ni conservadores sino con el hostigamiento, la condena o la invisibilización por parte de los medios de comunicación, en un mandato popular sin pagos a funcionarios, estructura burocrática, ejército ni presupuesto oficial. La pérdida del poder político en los recovecos de la institucionalidad electoral dio pie a la formación de una presidencia moral, si es que tal cargo puede ejercerse en manera alguna. Condujo a un poder paralelo que podrá caminar en las calles y arengar multitudes en las plazas, mientras que el poder institucional desde ahora se guarece detrás de vallas militarizadas, ha de volar en helicóptero para evitar las protestas y el rechazo, y poseerá como tribuna el cuadrado casero de los televisores cuyos espectadores encallan peligrosamente en las mediciones del rating.
Y el centenar de huicholes empapados por el torrencial aguacero que dejó el cielo despejado para el ritual masivo de una Convención Nacional Democrática que sólo confirmaría las propuestas hechas de antemano, reflejaba la convocatoria nacional del millón y más de personas aglutinadas en torno al Zócalo. Permitía entender la confluencia de un ciento de bajacalifornianos, de miles de hidalguenses y mexicanos, guerrerenses, oaxaqueños, michoacanos, tabasqueños o chiapanecos. De los infinitos acentos y lenguas que pueblan dentro de nuestras fronteras multiculurales. Los méxicos multiplicados que la publicidad televisiva y los discursos de políticos y analistas buscan hacernos pensar que se reducen a dos polos opuestos.
El himno, empero, entonado por el millón de gargantas pareció real. Sin importar su poética bélica, claramente decimonónica, inservible para la actualidad del país, como un viejo bronce del pasado que de pronto adquiriese un significado distinto bajo su pátina herrumbrada. Quizás fuera el renacer de un fervor patrio, tan en desuso. O el reconocer en ese gentío al macrocosmos de (casi) toda la nación.
Lo único cierto es que, tras la toma del corredor principal al corazón de la República centralista la violencia no se desató y tampoco la amargura. A cambio la autogestión, la autodeterminación simbólica. La lección del plantón, me parece, fue entendida. Ante los muros policiales y militares, ante las instituciones cerradas y unidireccionales, ante el poder ya definido, el camino no fue la revolución sino la rebeldía visibilizada. La toma de posesión en el aniversario de la revolución –de nuevo en el Zócalo, vuelto el espacio abierto, público, sin necesidad de operativos de resguardo ni helicópteros– donde se urdirá la fiesta de la derrota pero del triunfo, de la emergencia de un poder carente de instituciones establecidas pero con una legitimidad parcial, en un arrebato moral, quizás ético. Pero eso sí, convenientemente adelantado al acto protocolario oficial que enfrentará una gran oposición legislativa y la probable necesidad de trasladarse del Congreso a un sitio alterno.
El zócalo será entonces el corazón de una nación autodeterminada, autoerigida. Será la oficina austera, humilde, que correrá en sentido contrario al ostentoso despacho oficial del Palacio Nacional.
Y un país distinto, esperanzado, correrá su propio sendero, buscará su propio camino, harto de que la realidad no pueda ser atisbada siquiera por los altos círculos del poder, de la fuerza. Esperemos esta revolución de la conciencia no se vea orillada a oponer la fuerza con la fuerza, la sangre con la sangre. Que los boicots y las protestas y la conducta cívica permanezcan como sus únicas –e inapelables– armas. Que la inteligencia y el humanismo prevalezcan.
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